QHAPAQ ÑAN. El sistema vial inca
conectaba a la ciudadela con la
capital Cusco. Existen dos accesos
de ingreso a Machu Picchu. Llegar a la ciudadela
incaica, utilizando el
Camino Inca, es una
experiencia inolvidable. La
ruta atraviesa hermosos
paisajes que van desde
las alturas andinas hasta
la selva nubosa. Un
conjunto de escenarios
que lo hacen un lugar
único, incomparable.
Sí, está bien, lo entiendo, no es una competencia, pero
igual, pues, da un poquito de vergüenza quedarse
atrás, en la cola o, como suele decirse, último y
dando pena. Eso muele el orgullo, aunque al principio uno
ni siquiera se da cuenta. Total, es normal y entendible que
un puñado de viajeros con pinta de trotamundos, te pase
sin problema y termine sacándote ventaja.
Sí, está bien, lo entiendo. Eso no me preocupa. Lo
asumo con hidalguía y como algo lógico.
El "roche" vendría
después, cuando empezaron a superarme unos turistas
mofletudos, varias jovencitas debiluchas y aparentemente
frágiles, un par de ancianos encorvados, y, lo que es un
auténtico escándalo, un guía sacrificado que le hace
"caballito" a uno de sus exhaustos pasajeros.
Me pasan todos. Jóvenes, adultos, niños. Y eso "marca pica" porque tengo que defender mi honor de andariego,
mi condición de local, de anfitrión o, acaso, de lejano
descendiente de los constructores de esta vía pedestre
en la que –sí, ya sé, lo entiendo– no se realiza ninguna
competencia sino, más bien, una especie de peregrinación
cosmopolita a una ciudad que hasta hace un siglo
estuvo perdida.
Eso es lo que dicen, aunque no tengo ni la más mínima
idea de cómo diablos se pudo perder una ciudad tan grande,
tan bella, tan maravillosa.
Tampoco quiero averiguarlo,
menos en este instante en el que lo único perdido que me
interesa recuperar, es mi aire; que desapareció en uno de
los tantos ascensos del Camino Inca a Machu Picchu, una
de las travesías más famosas del planeta.
Alto ahí. Cómo es eso de que me falta el aire. Pucha,
mejor explico la situación y de una vez le tapo la boca
a los mal pensados que nunca faltan ni escasean, más bien sobran. Ahora sus mentes escabrosas deben estar
elucubrando pérfidamente. Pero lo siento, muchachos, no
es lo que creen, es solo un episodio temporal, cortesía de
una ruta excitante y retadora.
De un sendero que se abre paso por fabulosos escenarios
geográficos que son selva y cordillera, Andes y Amazonía.
De un tramo históricamente aventurero que comienza en
Piscacucho (kilómetro 82 de la vía férrea Cusco-Aguas
Calientes), donde hay un cartel que da la bienvenida, donde
hay un puente colgante que vuela sobre el cauce sagrado
del río Urubamba.
Es emocionante estar aquí. Ser uno de los privilegiados
que llegará a Machu Picchu caminando, no en tren y luego
en bus, ni trepando esa trocha que une el pueblo de Aguas
Calientes con el complejo arqueológico.
"Así no hay vacilón.
Mejor es a pie. Cuatro días. 42 kilómetros conquistando
abras, bajando por quebradas", te motivaría el guía antes
de dar el primer paso.
Si, está bien, lo entiendo, le doy la razón y me atrevo a
agregar –sin ser guía o siendo más bien casi un perpetuo
perdido– que su arenga se quedó corta como mi físico. A
él le faltó mencionar las noches de plácido sueño bajo las
estrellas, las visiones espléndidas del nevado La Verónica,
el avance heroico hacia el abra de Warmiwañusca (mujer
muerta), el punto de mayor altura de todo el periplo.
Sí, está bien, lo entiendo y lo he sentido o sufrido o las
dos cosas juntas o tal vez hasta tres. Y es que más allá del
agotamiento disfruté del ascenso a los 4 mil 200 m.s.n.m.
Arriba. Muy arriba, recibiendo las bofetadas de un viento
congelado, viendo las cumbres de la cordillera del Urubamba
y el trazo alucinado que, con sus subidas y bajadas, me
permitirá cruzar el umbral del Inti Punku.
Esa es la puerta de ingreso a la obra máxima de la arquitectura
prehispánica. La alcanzaré al amanecer del cuarto día
y, si los dioses andinos son benevolentes y quieren premiar
mi esfuerzo, me dejarán apreciar el despunte luminoso del
sol entre las montañas verdes que rodean o vigilan Machu
Picchu, un lugar místico que siempre estará envuelto por
el velo del misterio.
Pero ese final aún está lejos. Sobre todo para mí que
ando rezagado y con el orgullo por los suelos. La culpa es
de esos extranjeros que avanzan a ritmo de chasqui, mientras
uno va pasito a pasito, como si, en vez de estar en una
senda incásica, anduviera en la procesión del Señor de los
Milagros o en la del taytacha de los Temblores, el patrón de
toditos los cusqueños.
Y lo digo de nuevo: sí, está bien, lo entiendo, sé que
no se trata de acelerar como loquito, sin fijarse mucho en
el paisaje, queriendo pasar a todos los peregrinos y, en un
exceso de audacia, haciéndole la lucha a los mismísimos
porteadores. Ellos sí que van rápido, trotan, bajan corriendo
y eso que cargan de todo un poco en sus espaldas de
esforzados trajinantes.
De eso no se trata, pues; pero tampoco tiene gracia
ser el último en aparecer en los campamentos o en los
sitios arqueológicos que se yerguen orgullosos de pasado
en distintos recodos de la ruta. Siempre un hallazgo: los recintos de piedra de Patallaqta, al otro lado del Urubamba,
el tambo o la posada de Runkurakay, o el centro ceremonial
y administrativo de Sayaqmarka.
Más pasos, varios kilómetros, otros bastiones pétreos.
Phuyupatamarka con su plataforma ovoide, sus fuentes de
aguas, su laberinto de escalinatas, Intipata con sus terrazas
de cultivo y sus paredes de piedra canteada; también Wiñay
Wayna (siempre joven), en la antesala del final, donde hay
andenes y un torreón y un recinto palaciego.
A esos lugares debo llegar, perdón, voy a llegar tarde o
temprano, hoy o mañana. ¿Seré el primero? No, jamás, el
último siempre el último. Estoy resignado.
Ya no me importa encabezar la fila. Solo quiero terminar
y gritar sí pude, lo logré, vine a Machu Picchu caminando,
como lo hacían los antiguos, como lo hizo hace un siglo el
norteamericano Hiram Binghan.
Ahora me siento un hijo del Sol y me creo el descubridor
de una ciudad que estuvo perdida cientos de años, aunque,
repito, no tengo ni la más mínima idea de cómo diablos se
pudo perder siendo tan grande, tan bella, tan maravillosa.
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