sábado, 6 de febrero de 2016

RUMBO A MACHU PICCHU El camino del inca

QHAPAQ ÑAN. El sistema vial inca conectaba a la ciudadela con la capital Cusco. Existen dos accesos de ingreso a Machu Picchu. Llegar a la ciudadela incaica, utilizando el Camino Inca, es una experiencia inolvidable. La ruta atraviesa hermosos paisajes que van desde las alturas andinas hasta la selva nubosa. Un conjunto de escenarios que lo hacen un lugar único, incomparable.

Sí, está bien, lo entiendo, no es una competencia, pero igual, pues, da un poquito de vergüenza quedarse atrás, en la cola o, como suele decirse, último y dando pena. Eso muele el orgullo, aunque al principio uno ni siquiera se da cuenta. Total, es normal y entendible que un puñado de viajeros con pinta de trotamundos, te pase sin problema y termine sacándote ventaja. Sí, está bien, lo entiendo. Eso no me preocupa. Lo asumo con hidalguía y como algo lógico. 

El "roche" vendría después, cuando empezaron a superarme unos turistas mofletudos, varias jovencitas debiluchas y aparentemente frágiles, un par de ancianos encorvados, y, lo que es un auténtico escándalo, un guía sacrificado que le hace "caballito" a uno de sus exhaustos pasajeros. Me pasan todos. Jóvenes, adultos, niños. Y eso "marca pica" porque tengo que defender mi honor de andariego, mi condición de local, de anfitrión o, acaso, de lejano descendiente de los constructores de esta vía pedestre en la que –sí, ya sé, lo entiendo– no se realiza ninguna competencia sino, más bien, una especie de peregrinación cosmopolita a una ciudad que hasta hace un siglo estuvo perdida. Eso es lo que dicen, aunque no tengo ni la más mínima idea de cómo diablos se pudo perder una ciudad tan grande, tan bella, tan maravillosa. 

Tampoco quiero averiguarlo, menos en este instante en el que lo único perdido que me interesa recuperar, es mi aire; que desapareció en uno de los tantos ascensos del Camino Inca a Machu Picchu, una de las travesías más famosas del planeta. Alto ahí. Cómo es eso de que me falta el aire. Pucha, mejor explico la situación y de una vez le tapo la boca a los mal pensados que nunca faltan ni escasean, más bien sobran. Ahora sus mentes escabrosas deben estar elucubrando pérfidamente. Pero lo siento, muchachos, no es lo que creen, es solo un episodio temporal, cortesía de una ruta excitante y retadora. De un sendero que se abre paso por fabulosos escenarios geográficos que son selva y cordillera, Andes y Amazonía. De un tramo históricamente aventurero que comienza en Piscacucho (kilómetro 82 de la vía férrea Cusco-Aguas Calientes), donde hay un cartel que da la bienvenida, donde hay un puente colgante que vuela sobre el cauce sagrado del río Urubamba. Es emocionante estar aquí. Ser uno de los privilegiados que llegará a Machu Picchu caminando, no en tren y luego en bus, ni trepando esa trocha que une el pueblo de Aguas Calientes con el complejo arqueológico. 

"Así no hay vacilón. Mejor es a pie. Cuatro días. 42 kilómetros conquistando abras, bajando por quebradas", te motivaría el guía antes de dar el primer paso. Si, está bien, lo entiendo, le doy la razón y me atrevo a agregar –sin ser guía o siendo más bien casi un perpetuo perdido– que su arenga se quedó corta como mi físico. A él le faltó mencionar las noches de plácido sueño bajo las estrellas, las visiones espléndidas del nevado La Verónica, el avance heroico hacia el abra de Warmiwañusca (mujer muerta), el punto de mayor altura de todo el periplo. Sí, está bien, lo entiendo y lo he sentido o sufrido o las dos cosas juntas o tal vez hasta tres. Y es que más allá del agotamiento disfruté del ascenso a los 4 mil 200 m.s.n.m. 

Arriba. Muy arriba, recibiendo las bofetadas de un viento congelado, viendo las cumbres de la cordillera del Urubamba y el trazo alucinado que, con sus subidas y bajadas, me permitirá cruzar el umbral del Inti Punku. Esa es la puerta de ingreso a la obra máxima de la arquitectura prehispánica. La alcanzaré al amanecer del cuarto día y, si los dioses andinos son benevolentes y quieren premiar mi esfuerzo, me dejarán apreciar el despunte luminoso del sol entre las montañas verdes que rodean o vigilan Machu Picchu, un lugar místico que siempre estará envuelto por el velo del misterio. Pero ese final aún está lejos. Sobre todo para mí que ando rezagado y con el orgullo por los suelos. La culpa es de esos extranjeros que avanzan a ritmo de chasqui, mientras uno va pasito a pasito, como si, en vez de estar en una senda incásica, anduviera en la procesión del Señor de los Milagros o en la del taytacha de los Temblores, el patrón de toditos los cusqueños. Y lo digo de nuevo: sí, está bien, lo entiendo, sé que no se trata de acelerar como loquito, sin fijarse mucho en el paisaje, queriendo pasar a todos los peregrinos y, en un exceso de audacia, haciéndole la lucha a los mismísimos porteadores. Ellos sí que van rápido, trotan, bajan corriendo y eso que cargan de todo un poco en sus espaldas de esforzados trajinantes. De eso no se trata, pues; pero tampoco tiene gracia ser el último en aparecer en los campamentos o en los sitios arqueológicos que se yerguen orgullosos de pasado en distintos recodos de la ruta. Siempre un hallazgo: los recintos de piedra de Patallaqta, al otro lado del Urubamba, el tambo o la posada de Runkurakay, o el centro ceremonial y administrativo de Sayaqmarka.

Más pasos, varios kilómetros, otros bastiones pétreos. Phuyupatamarka con su plataforma ovoide, sus fuentes de aguas, su laberinto de escalinatas, Intipata con sus terrazas de cultivo y sus paredes de piedra canteada; también Wiñay Wayna (siempre joven), en la antesala del final, donde hay andenes y un torreón y un recinto palaciego. A esos lugares debo llegar, perdón, voy a llegar tarde o temprano, hoy o mañana. ¿Seré el primero? No, jamás, el último siempre el último. Estoy resignado. Ya no me importa encabezar la fila. Solo quiero terminar y gritar sí pude, lo logré, vine a Machu Picchu caminando, como lo hacían los antiguos, como lo hizo hace un siglo el norteamericano Hiram Binghan. Ahora me siento un hijo del Sol y me creo el descubridor de una ciudad que estuvo perdida cientos de años, aunque, repito, no tengo ni la más mínima idea de cómo diablos se pudo perder siendo tan grande, tan bella, tan maravillosa.





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