Había estado varias veces en Perú, pero no había visitado la ciudadela inca de Machu Picchu. Todo
el mundo me lo recomendaba, me decían que era una lástima que me lo
perdiera, estando tan cerca en varias ocasiones. Viendo las fotos en Internet, lo
cierto es que el lugar parecía interesante y mágico, y todas las personas que lo
habían visitado me contaron que la experiencia de conocerlo era única. Alyson,
mi profesora de inglés me contó que había sentido una energía especial, como si
aún habitaran por allí los espíritus de los Incas.
Me relató, y logré entenderla a
duras penas, que el paisaje era imponente, flanqueado por majestuosas
montañas verdes de ceja de selva.
También había estado mi amigo Samuel, un periodista aficionado al viaje
mochilero, y me contó que era un lugar donde era fácil conectar contigo mismo,
con tu interior, dado el carácter místico y sagrado del lugar.
Ya que por fin había decidido conocerlo, había entrado en Internet y leído algo
sobre
la ciudad Inca a Machu Picchu, como por ejemplo que era uno de los monumentos
arqueológicos más importantes del mundo, declarado Patrimonio Cultural de la
Humanidad Machupicchu.
Así que después de tantos comentarios entusiastas, lo cierto es que sentía
verdaderas ganas de verlo. Es más, estaba ansioso por llegar allí, por sentir esa
energía tan especial que decía Alyson, por contemplar una de las maravillas del
mundo. De hecho, ese era uno de mis más recientes objetivos: visitar las 7
maravillas del mundo. Y digo recientes porque siempre he sido una persona con
las ideas claras.
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Me refiero a que desde que tenía cinco años me marcaba
objetivos claros y definidos. Tenía una don para definir y luchar por alcanzarlos.
Era como un juego, y la verdad es que durante toda mi vida fui perfeccionando
esa habilidad: la habilidad de marcarme objetivos y alcanzarlos.
Eso me ha llevado a cotas muy altas en mi carrera profesional. De hecho,
estudié la carrera de periodismo y rápidamente encontré trabajo como reportero en un canal de televisión nacional. Posteriormente, fui ascendiendo
en mi carrera, llegando a ser presentador de las noticias en la televisión con más
audiencia en mi país, y convertirme en un personaje muy popular.
Esa
popularidad provocó que me marcara nuevos objetivos: publicar varios libros
sobre aspectos diversos de la sociedad occidental, de tipo económico, político o
social. Mi trabajo como periodista me facilitaba enormemente mi labor como
escritor, ya que tenía toda la información necesaria al alcance de la mano, y
trabajaba a diario con ella.
A nivel personal, también me marqué objetivos desde muy joven. Quería
casarme con una mujer guapa e inteligente, y tener dos hijos. Y así sucedió.
También me propuse aprender a jugar excelentemente al tenis, y dediqué varios
años a dar clases para poder ganar a mis amigos en los partidos que jugábamos
cada quince días. Terminé ganándolos y siendo el mejor.
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El trabajo como escritor y presentador de las noticias en televisión me
proporcionó fama y dinero, y poco a poco las empresas e instituciones me
reclamaban para impartir conferencias sobre la actual crisis económica y social
en todo el mundo, y sobre nuevas tendencias. Ese era el motivo de mis viajes a
diferentes países del mundo, entre ellos Perú. Impartía conferencias sobre mi
último libro: “La verdad sobre la crisis”, que se estaba convirtiendo en un
auténtico éxito de ventas. Y en esta ocasión, decidí quedarme tres días más para
poder ir a Machu Picchu. Ese era el principal objetivo de mi viaje, aparte de
repetir con éxito la misma conferencia en distintos foros empresariales y
económicos de la ciudad de Lima.
Después de tres días, había logrado la segunda meta. Ahora me faltaba la
principal, y para ello había organizado con minuciosidad el viaje desde mi país,
con la agencia de turismo de Perú. Seleccioné el viaje más rápido, para llegar
cuanto antes y poder disfrutarlo el máximo tiempo posible, aunque la forma
más ágil de llegar implicaba nada menos que siete horas. ¡Aquello no estaba
hecho para mí! No estaba acostumbrado a esperar mucho para lograr lo que me
proponía, y siete horas de viaje se me hacía muy cuesta arriba. Sin embargo, no
había otro medio de llegar, por lo tanto tuve que resignarme.
Salí a las cinco de la madrugada de mi hotel de Lima, en un taxi hacia el
aeropuerto. Cogí el primer vuelo a
Cusco y allí me recogió uno de los empleados
de la agencia, que me acompañó a una camioneta amplia.
- ¿Se encuentra bien? –Me dijo nada más aterrizar el guía con gesto de
preocupación. Yo no entendía a qué se debía la pregunta.
- Sí, muy bien. Gracias.
–Contesté
- Es que el mal de altura aquí en Cusco es muy peligroso.
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Alguna vez
hemos tenido que llevar al hospital a algún turista porque no podía
respirar…claro que normalmente suelen ser ancianos o niños.
Subimos a la camioneta y emprendimos un largo viaje por diferentes carreteras.
Durante el viaje iba imaginándome mis futuras sensaciones y emociones cuando
llegara a Machu Picchu, y por eso no prestaba mucha atención al paisaje, y de
vez en cuando el guía me volvía a preguntar con preocupación cómo me
encontraba. Yo le repetía que me sentía perfectamente, y que no sentía nada
parecido a mareos o vértigos. Pero el guía era algo obsesivo y cada diez minutos
insistía con su pregunta. En cuanto se callaba, aprovechaba para mirar algunas
fotos que tenía en mi mochila sobre las montañas verdes de Machu Micchu, y
eso aumentaba cada vez más mi deseo de estar allí ya, sin más demoras ni viajes
eternos y aburridos.
Después de más de una hora viajando en la camioneta, llegamos a la estación de
tren de Ollantaytambo. Allí tuve que sacar un billete para el tren Expedition,
que me llevaría hasta la estación más cercana a Machu Picchu, Aguas Calientes,
pero tuve que esperar unos veinte minutos hasta poder coger el primero. Junto
a la estación había bastantes puestos de artesanía y estuve dando una vuelta
aunque sin demasiada atención. Mi mente seguía focalizada en mi objetivo:
llegar a Machu Picchu y sentir todo lo que me habían contado: magia, esencia,
espiritualidad, energía positiva. Sí, quería llegar allí cuanto antes.
Uno de los principales motivos por los que sentía impaciencia por estar ya allí
era que en los últimos meses me había dado cuenta de que no me sentía feliz
con mi vida. A mis cincuenta y dos años, había logrado todo lo que me había
marcado, tenía una vida envidiable, con una mujer guapa e inteligente, con dos
hijos modélicos, una profesión apasionante que me permitía una gran variedad
de experiencias, así como fama y dinero. ¿Qué más podía pedir? Y sin embargo,
algo en mi interior me murmuraba una y otra vez que no era feliz. Y lo peor es
que no entendía por qué, ni tampoco de dónde venía esa voz. De mi interior, sí,
pero ¿De qué parte oscura y recóndita de mi interior?
Por lo tanto, esa cada vez más frecuente nausea interior me tenía muy
confundido y desorientado. Me decía a mí mismo que quizá la solución a mi
insatisfacción era que debía marcarme nuevas metas para mi vida personal y
profesional. Eso era lo que siempre me había motivado, así que sin duda tenía
que ser la llave. Por eso, en algunos momentos me dediqué a pensar en mis
objetivos. ¿Qué era lo que deseaba conseguir en esa etapa de mi vida? En una de
mis listas surgió la meta de visitar las maravillas del mundo, tanto las
construidas por el hombre como las naturales. Eso hizo que de pronto una
nueva dimensión emergiera en mi mente, y mi motivación creció como la
espuma. Ya había contemplado las pirámides de Egipto y el Coliseo Romano con
mi mujer. Y ahora, aprovechando el viaje de negocios, iba a visitar la tercera.
Durante el
viaje a machu picchu por el tren Expedition me sentía muy nervioso, y mi ansia por
llegar y alcanzar mi objetivo aumentaba y aumentaba. Estaba sentado junto a
un anciano del lugar, que debía tener unos ochenta años. Al notar mi ansiedad
se dirigió a mí.
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¿Es la primera vez que visita Machu Picchu?
- Sí, sí. La primera vez. ¿Y usted? –Respondí sin apenas mirarle.
- No. He estado veintidós veces.
- ¡Veintidos! ¡Dios mío! ¿Y para qué? No tiene ningún sentido.
– dije
imprudentemente.
- Bueno, eso depende de la perspectiva.
– respondió con aire misterioso.
- Ya se sabrá de memoria el monumento. Y además, las horas de viaje son
soporíferas. No quiero imaginar repetir este viaje eterno y pesado
durante veintidós veces. ¡Buf!
El anciano me miró con serenidad, sin inmutarse. Iba vestido con una camisa de
lino blanca y unos pantalones de algodón de color gris.
- Para mí cada vez que hago el viaje, todo es nuevo, todo es diferente. Por
ejemplo, en este viaje le he conocido a usted y estamos charlando. Unas
veces lo he visitado después de haber llovido y con el cielo cubierto de
nubes, otras veces las montañas y el paisaje brillaban con la luz del sol.
Le aseguro que he disfrutado cada uno de los viajes como el primero.
-explicó con intensidad el anciano.
- Ya – dije escuetamente
Al comprobar mi escepticismo y confusión, continuó indagando, mientras yo no
me daba cuenta de que paulatinamente el desconocido anciano iba
enganchándome con sus preguntas y comentarios
- ¿A usted le gustaría estar ya en Machu Picchu, verdad?
- Sí, desde luego. Soy bastante nervioso, y no me gusta esperar.
- Ya.
- Verá, a mí me motiva conseguir cosas, alcanzar metas, lograr retos. Toda
mi vida he sido así, y la verdad es que me ha ido muy bien, porque he
conseguido muchísimas cosas en mi vida, de lo que me siento muy
orgulloso. Y ahora mi meta es ver Machu Picchu. Bueno, en realidad, es
una pequeña parte del verdadero objetivo, que es visitar las maravillas
del mundo, tanto naturales como construidas. Cuando logre ver las
catorce maravillas, ¡Buf! Menudo subidón voy a tener. Imagínese lo
increíble que debe ser haber recorrido el mundo para ver los lugares más
impresionantes del planeta.
- ¿Se da usted cuenta del paisaje precioso que estamos recorriendo ahora
mismo?
–dijo el viejo de forma sorprendente y algo brusca. Eso me
obligó a mirar por las ventanas panorámicas que tenía el tren Expedition
en el techo, a través de las cuales podía contemplarse la vegetación
frondosa y salvaje de ceja de selva. Miré también por mi ventana derecha
y a la izquierda, y realmente el paisaje era muy bello.
- La verdad es que es bonito, sí. Me gusta mucho.
- ¿Y la temperatura? ¿Se ha dado cuenta de que hace mucho más calor que
cuando iniciamos el viaje?
- Sí, la verdad es que ahora que lo dice, me voy a quitar la chaqueta.
–contesté sorprendido por no haber sido consciente del drástico cambio
en el clima.
- De manera que no se sentirá tranquilo hasta que no haya visitado las
catorce maravillas de nuestro planeta.
- ¡Eso es!
- ¿Y qué me dice de los objetivos que ha ido logrando en su vida? Me
refiero a…¿Qué sucedía en el mismo instante que los conseguía?
- Pues…me sentía fenomenal, orgulloso, pletórico.
¿Cuánto tiempo se sentía así?
–el anciano seguía preguntando, y yo cada
vez me sentía más intrigado. No sabía adonde quería llegar.
- Pues no mucho. Unos minutos, como mucho unas horas, porque ya
estaba pensando en el siguiente objetivo.
- Me lo imaginaba.
- ¿Cómo? ¿Por qué? ¿A qué se refiere?
- No se ofenda, pero creo que cuando llegue a Machu Picchu, no pasará
más de cinco minutos y estará ya pensando en la siguiente maravilla del
mundo.
- Puede ser…pero ¿Qué hay de malo en eso?
- ¿Qué cree que sucederá en el momento de alcanzar el último
monumento, la última maravilla? Cuando haya visto ya todo. ¿Qué
sucederá?
- Me sentiré feliz.
- No lo creo. Porque inmediatamente, estará pensando en el siguiente
objetivo.
¿Es que no lo ve?
El tren, sin darnos cuenta, había ido desacelerando y estábamos ya llegando a la
estación de Aguas Calientes, junto a la gran ciudad Inca. Cuando llegamos, me
bajé junto con el anciano, sin comprender sus últimas palabras. Me parecía muy
osado, incluso prepotente por su parte, permitirse aventurar lo que yo iba a
sentir o pensar en momentos tan especiales. Así que decidí despedirme de él y
continuar solo mi camino. El anciano no se molestó. Al contrario, me sonrió
abiertamente y me dijo: “Disfrute de sus objetivos”.
Desde la estación de tren en Aguas Calientes había que subirse a un autobús que
nos transportaría hasta la cima de la montaña donde se encontraba
la ciudadelade Machu Picchu, a través de una carretera estrechísima y endiabladamente
empinada y llena de curvas. El trayecto era realmente complicado,
especialmente cuando un autobús de ida y otro de vuelta tenían que cruzarse.
Incluso en una ocasión nuestro autobús tuvo que dar marchar atrás unos
metros, provocando un tenso silencio de pánico entre los turistas que íbamos
dentro.
El anciano había montado en otro autocar, pero ahora sin quererlo estaba
recordándolo, porque por primera vez estaba disfrutando del espectacular
paisaje de las montañas imponentes. Fueron unos segundos placenteros, aunque rápidamente mi mente interrumpió ese fugaz instante con sus deseos
implacables de llegar a Machu Picchu. Por fin, después de siete horas, estaba a
punto de llegar. Desde mi hotel en Lima, de noche aún, hasta ese momento,
habían pasado demasiadas horas. Eran las doce y media del mediodía. Y yo me
preguntaba si Machu Picchu, con su mística y sagrada energía, iba a hacer
desaparecer mi molesta voz interior y mi insatisfacción vital del último año. No
podía ser de otra manera, y eso me hacía sentir excitado y al mismo tiempo
nervioso. Trataba de adivinar entre las numerosas montañas verdes cual sería la
famosa montaña que aparece en todas las fotos turísticas.
Por fin, el autobús llegó a lo alto, y todos nos apeamos. Aún no veíamos la
ciudad Inca, había que entregar el ticket de la entrada. Pero antes yo tenía que
encontrarme con mi nueva guía, que me explicaría con detalle la historia y
detalles de Machu Picchu, para poder disfrutarla con la máxima intensidad.
Como llevaba una gorra y una camiseta de la agencia, la reconocí
inmediatamente y nos saludamos afablemente.
Bienvenido a la ciudad Inca de Macchu Pichu, la ciudadela considerada
como una de las más extraordinarias muestras de arquitectura
paisajística del mundo. Mi nombre es Graciela, y voy a ser su guía
durante el itinerario.
- Gracias, encantado.
Y sí que estaba encantado porque la guía era una peruana bastante guapa, con
un cuerpo pequeño pero proporcionado y delgado, y además era mi guía
personalizada e individual, lo cual era un auténtico privilegio.
Una vez que entramos en el recinto, tuvimos que subir un camino cuesta arriba,
mientras Graciela mi iba explicando:
- Utilizando ingeniosas técnicas, los Incas lograron transportar pesados
bloques de piedra así como tallarlos y pulirlos con pulcritud
sorprendente.
Y por fin, ante mis ojos, ahí estaba. La ciudad rodeada de montañas majestuosas
de ceja de selva. Había llegado, lo había conseguido. Veía ahí abajo los restos de
aquella ciudad, excelentemente conservados, rodeados de una vegetación verde
brillante, y todo iluminado y embellecido por el láser de los rayos del sol que se
desplomaban contundentemente sobre cada piedra y sobre cada centímetro
verde.
Y entonces, mientras bajaba para saborear todos los entresijos de aquel
monumento y aquella civilización, iba pensando en mi objetivo cumplido, y en
cómo me sentía. Miré mi reloj y no habían pasado ni cinco minutos desde que
había visto por primera vez la ciudadela, y entonces, como un rayo supersónico
vino a mi mente la imagen de mi próximo objetivo: el Cristo Redentor de Río de
Janeiro, otra de las maravillas del mundo moderno. Y a continuación, recordé lo
que había vaticinado el anciano del tren Expedition. Dijo que no pasarían ni
cinco minutos y ya estaría pensando en mi próxima meta. Me sentí avergonzado
por ser tan previsible y tan estúpido. Un viejo de ochenta años, que no me
conocía más que de una conversación de veinte minutos, sabía mejor que yo
cómo me iba a sentir en un momento especialmente notorio de mi vida. No
podía ser cierto.
Entonces, Graciela me hizo varias fotos desde un montículo que permitía una
privilegiada visión de toda la ciudad. Yo sonreía para la foto, mientras seguía
explorando en mi interior. ¿Cómo me sentía en ese momento? Si tuviera que
definirlo con una palabra, diría que vacío. Me sentía vacío. ¿Por qué? Lo
desconocía. Sí, los primeros cinco minutos me entusiasmé, disfruté de la belleza
del paisaje y de la maravilla mundial, de haber logrado una meta más en mi
vida. Pero después de esos cinco minutos, me sentía vacío. Ni siquiera me
funcionaba el ejercicio de imaginarme ya en Río de Janeiro, contemplando el
espléndido Cristo Redentor. No, tampoco funcionaba eso.
Mientras bajábamos y recorríamos los templos, los cementerios, las viviendas, y
las terrazas de agricultura, todo distribuido con un orden y una belleza
incomparables, Graciela me iba explicando con cariño y extremo detalle las
anécdotas y leyendas del sagrado lugar.
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- Escondida dentro del trópico y construida con una localización geográfica
privilegiada que combina con las montañas sagradas, agua corriente y un
alineamiento celestial casi perfecto, Machu Picchu se ubica en medio de
las montañas a 2.400 metros de altura. Con todos sus misterios, fue una
ciudad meticulosamente ideada, que representó un centro geográfico
sagrado para los Incas. Observe sus imponentes muros pétreos, que
inspiran un gran respeto por los constructores de esta monumental obra.
Desde que fuera descubierta el 24 de julio de 1911 por el norteamericano
Hiram Bingham, Machu Picchu ha sido considerada, por su asombrosa magnificencia y armoniosa construcción, como uno de los monumentos
arquitectónicos y arqueológicos más importantes del planeta. Sorprende
por la forma en que las construcciones de piedra se despliegan sobre una
loma estrecha y desnivelada, en cuyos bordes hay un farallón de 400
metros de profundidad que forma el cañón por el que se llega al río
Urubamba. Sin duda, la Ciudadela está rodeada de misterio, porque
hasta ahora los arqueólogos no han podido descifrar la historia y la
función de esta pétrea ciudad de casi un kilómetro de extensión, erigida
por los Incas en una mágica zona geográfica, donde confluyen lo andino y
lo amazónico. Los turistas que visitan esta reliquia natural quedan
convencidos de que quizás el misterio nunca sea desvelado del todo
porque hasta ahora, sólo existen hipótesis y conjeturas. Para algunos, fue
un puesto de avanzada de los proyectos expansionistas de los Incas; otros
creen que fue un monasterio, donde se formaban las niñas que servirían
al Inca y al Sumo sacerdote. Como puede contemplar, la sorprendente
perfección y belleza de los muros de Machu Picchu -construidos uniendo
piedra sobre piedra, sin cemento ni pegamento- han hecho surgir mitos
sobre su edificación…
Mientras Graciela seguía y seguía hablando, yo observaba y escuchaba con
atención a mis pensamientos, sensaciones y emociones. A veces me sorprendía
deseando besar a Graciela. Estaba en el lugar que quería estar desde hace tres
meses y lo único que deseaba era coger su cintura, acariciar su negro cabello y
besarla en sus labios. No tenía sentido. Tenía que disfrutar más del objetivo
conseguido, algo fallaba en mí. Quizá, después de todo, el anciano tenía razón, y
nunca iba a disfrutar más de cinco minutos de un éxito.
Después de la visita guiada por las ruinas de la ciudad, que duró dos horas,
volvimos por nuestros pasos y Graciela se despidió cordialmente de mí. Le
agradecí sinceramente sus servicios y decidí quedarme un rato más en la ciudad,
solo, contemplándola desde un alto. Necesitaba aclarar mis ideas.
Me senté y saqué unos sándwiches que tenía preparados en mi mochila.
Mientras devoraba la comida, venían a mi mente algunas de las palabras del
anciano del tren. Traté de analizar el sentido de sus frases. Había resaltado
cosas muy simples como el aumento de la temperatura, y la belleza del paisaje.
También, según mi parecer, había quitado importancia a la consecución de los objetivos. Al fin y al cabo, ¿Qué sentido tenía el hecho de visitar veintidós veces
Machu Picchu? Empecé a pensar que quizá sí tenía un significado. Sí, el viejo
me insistió que cada viaje había sido diferente, que había experimentado
situaciones y vivencias distintas, y había puesto como ejemplo el hecho de
conocerme a mí.
Mientras pensaba en el significado de los mensajes, y recordaba la vegetación
esplendorosa filtrándose por las ventanas panorámicas del tren, empecé a
acordarme también de otros aspectos del trayecto desde que me levanté a las
cuatro de la madrugada. Por ejemplo, no había apreciado la magia de la calle
vacía y oscura de Lima cuando me recogió el taxi, o la música que sonaba en la
radio durante ese trayecto. Sí, era una canción antigua de los años ochenta,
“Take my breath away” del grupo Berlin, que me encantaba. Mientras recorría
Lima escuchando esta melodía no supe disfrutar plenamente de las emociones y
sensaciones que provocaban en mí la fusión de todos aquellos elementos. ¿Por
qué? Por culpa de mi mente tirana, que me encerraba en la prisión excluyente
de la obsesión por el objetivo final, que me invadía con sus pensamientos para
impedirme experimentar el momento presente. Curiosamente, ahora recordaba
ese momento.
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Más tarde, mientras volaba en el avión contemplé el maravilloso amanecer, con
las suaves nubes anaranjadas flotando a mi lado, y sin embargo mis
pensamientos anticipatorios sobre el objetivo me despistaron y desviaron de
aquel momento extraordinario. Estaba recordando momentos únicos a los que
no había dado ninguna importancia, que no había disfrutado como se merecían,
por haber estado obsesionado con llegar a mi objetivo. Sin embargo, ahora me
parecían los más trascendentes y placenteros…¡Si hubiera tenido la capacidad
de disfrutarlos con la máxima intensidad, claro! Por ejemplo, cuando
deambulaba confuso por las tiendas de artesanía en la estación de
Ollantaytambo, no había sabido ver el mimo y amor con el que estaban
elaboradas de forma manual las pulseras, los gorros, los ponchos, los
instrumentos musicales, los objetos de cerámica y las muñecas de trapo. ¡Qué
lástima!
Incluso añoraba al anciano que me removió con sus preguntas y comentarios,
me hubiera gustado seguir hablando con él porque ahora me daba cuenta de que
me podía enseñar mucho sobre la vida.
Él me había hecho consciente de la belleza del paisaje en nuestro viaje por el tren, y también de la agradable
sensación de calidez a medida que nos acercábamos a Machu Picchu, en
comparación con el frío que hacía en Cusco.
Otro de los instantes inolvidables, en caso de que hubiera sabido saborearlo,
habría sido la subida con el autobús a la cima, con esa carretera imposible,
flanqueada por esas monumentales y sobrenaturales montañas. Pero tampoco
había valorado su esplendor como se merecía, tan sólo unos segundos fugaces.
Las había contemplado por las ventanillas del autobús contaminado por el
deseo ansioso de llegar.
Recordé también la belleza de Graciela, su simpatía y también las increíbles
arquitecturas e ingenierías de los Incas, cómo cada piedra estaba colocada en su
lugar exacto, presionando y siendo presionada por otras piedras, con qué
inteligencia estaba diseñada la ciudadela, y a mi memoria llegaron
numerosísimos detalles de la visita guiada. Pero todo estuvo difuminado por mi
confusión, por el vacío que sentí cuando comprobé que efectivamente ya estaba
pensando en el siguiente objetivo, cuando traté en vano de sentir la energía
especial de la que me habían hablado al llegar a Machu Picchu.
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Y todo esto me llevaba por un itinerario interior inquietante. Ahora me daba
cuenta. Quizá el verdadero valor de la visita a Machu Picchu era el viaje, más
que el destino. ¿Cómo era posible que no hubiera disfrutado al máximo durante
las siete horas de viaje hasta llegar a Machu Picchu? ¡Con todas las maravillas a
las que había sido expuesto!
Y toda esta reflexión sobre el viaje, bajo una perspectiva completamente nueva
para mí, me llevó a conectarlo con el resto de mi vida, con todos los objetivos
que me había marcado y conseguido. Me daba cuenta, mientras contemplaba la
grandiosidad de Machu Picchu, que había estado toda mi vida demasiado
focalizado en el objetivo, y me había perdido la verdadera esencia de la vida: los
momentos, experiencias y situaciones que viví para alcanzar aquellos objetivos.
Ahí estaba el verdadero tesoro, y yo no fui capaz de verlo nunca, durante mis
cincuenta y dos años.
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Me invadió una sensación de profunda tristeza al
descubrir que había desperdiciado mi vida. Siempre en busca del objetivo que
me hiciera sentir definitivamente pleno, realizado, feliz. Pero claro, nunca se
cumplía. Una vez logrado el objetivo, me disponía a enfrentarme con el
siguiente, sin apenas vivir ni ser consciente de lo que sucedía en el camino entre un logro y otro.
Me resultó sorprendente lo que había provocado dentro de mí aquel viaje a
Machu Picchu. En un principio era un objetivo más, un destino más que cubrir
para continuar con el siguiente. Ahora el tiempo se había parado para decirme
que tenía que disfrutar de lo que la vida me presentaba a cada momento. Sentí
de pronto una claridad nunca conocida por mí, como si el agua del estanque se
hubiera calmado y pudiera ver el fondo. Y decidí, con total compromiso, que a
partir de ese día iba a disfrutar de mi viaje, del viaje de mi vida, de cada detalle,
de cada momento, sin obsesionarme con llegar al destino o al objetivo por el que
estuviera trabajando. No iba a renunciar a seguir proponiéndome retos y metas,
porque lo necesitaba. Pero la visión sería radicalmente opuesta. El objetivo iba a
convertirse en un medio, no un fin en sí mismo. Un medio para poder vivir y
experimentar vivencias distintas, para conocer nuevas y apasionantes personas,
para saborear con los cinco sentidos todo lo que me iba a ofrecer la vida en ese
viaje a machu picchu.
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Terminé de devorar los sándwiches mientras sentía el calor del sol del atardecer,
y di las gracias por estar allí, en aquel lugar maravilloso. Me fijé en unas blancas
y preciosas llamas unos metros más abajo, y contemplé, ahora sí, con absoluta
fascinación, la gran montaña verde que dominaba Machu Picchu. Me sentía
mejor, más relajado.
Me levanté y comencé a caminar, dándole la espalda a Machu Picchu. Antes de
que se perdiera de mi vista, me volví para contemplarla una vez más. Estuve
cinco minutos así, de pie, sintiendo la brisa que acariciaba mi piel, escuchando
las voces de los turistas, observando cómo iban y venían sonriendo y haciendo
fotos. Por fin, continué caminando hasta que la maravilla desapareció.
Cuando me acercaba hasta la zona de autobuses, vi al anciano dentro de uno de
ellos a punto de arrancar. Se volvió hacia mí y me encontró con su mirada. Le
saludé con la mano y él me respondió con una sonrisa cómplice y serena.
Entendí que él sabía lo que había sucedido en mi interior. Mientras el autobús,
con el anciano dentro, se alejaba de mí, comprobé que aquella vocecita
incómoda que me había torturado el último año se había silenciado. Nunca me
había sentido tan vivo y pletórico. Estaba deseando compartir con mi mujer e
hijos mi gran aprendizaje.
Pero antes de eso, decidí disfrutar al máximo de todos los instantes y experiencias que me separaban de ese deseo de viajar a machu picchu.